Dentro
de la exquisita y enriquecedora diversidad humana, algunos escogen el mesiánico
derrotero de enseñar, de transmitir en una sala de clases, la gratitud de una
sociedad que afuera se derrumba en la mentira del libre mercado, en la falacia
instalada de comprar y vender.
Algunos eligen coludirse en tardes de invierno, con la tiza que busca
enfrentar la ecuación compleja de la vida; con el libro donde deambula el
sonido y la fragancia de una palabra, que sueña establecer romance con el
pensamiento y la idea; algunos escogen el universo expansivo de la enseñanza,
para huir de la costumbre peligrosa de ser individuos y así, convertirse en
personajes dispuestos a saborear la exquisita y más alta fraternidad, que
significa salir de nosotros mismos, para regalarnos a los demás.
Luchito Arellano eligió enseñar, como un estandarte colgado a su razón y
a su alma; eligió enseñar como un baluarte de vida, como lo hacen los
profesores que alcanzan la estatura ejemplar de ser Maestros.
Tuve
la suerte y el privilegio de escucharlo cuando niño, cuando la infancia nos
obsequia la maravillosa esquina de la sorpresa, de la incertidumbre y del
asombro, mágicamente me encontré con él en este tiempo. Ahora que soy adulto e
insisto con delirio porque no se vaya de mí, la misma sorpresa, la misma
incertidumbre y el mismo asombro, que ocurre allá lejos cuando niño; lo
encontré sentado en la plaza, en la misma plaza que también ha cobijado mi
modesto raciocinio y principalmente mi nostalgia; allí nos quedábamos a veces
largo rato, conversando de poesía y de las innumerables cuitas del hombre y su existencia; allí nos
quedábamos los dos arrimados al paisaje melancólico de un otoño convertido en
tarde; allí nos quedábamos los dos, en silencio, quizás entendiendo que la vida
no es más que la tragedia usual de lo que huye y que ninguno era capaz de
atrapar para siempre los infinitos misterios de un momento feliz.
Luchito, querido Profesor, descanse en paz.
CARLOS ASQUET
JAQUE- PRIMAVERA 2015
0 comentarios:
Publicar un comentario